Las elecciones

por Oscar Monti



Lleno de dicha me digo “He aquí una polémica”. ¡Por fin una verdadera! Todo mi ser se estremece ya que nací del vientre de Polemos, padre y demonio de todas las batallas. 

Una provocación certera de este misterioso compañero, Maccia , nos pone en camino de una discusión (o paparruchada, da igual) en torno a lo que entendemos por política. 

Tengo un amigo, casi la otra mitad de mí mismo, que dice que la palabra “política” es un nombre que no tiene cuerpo, que ya no se sabe de qué carajo se habla cuando se dice “política”, ya que se la dice (o se la figura) en tantos y tantos sentidos, que entonces de tan polívoca (y equívoca) vale más abandonarla que disputársela.

Pero parece que esta paradójica propuesta (¿impolítica?, ¿antipolítica?, ¿demasiado política?) de suspensión de las elecciones de 2015, viene a conmocionar uno de los núcleos duros del problema -si todavía queremos llamarlo así- político.  


Y esto me lleva a hablar (por primera vez) de esta cosa llamada “el kirchnerismo”. Como histórico testimoniante, me doy cuenta ahora de que casi nunca escribí esa palabra en un papel, que es como un agujero negro en mi trayectoria, y casi me sonrojo al escribir: “El kirchnerismo es allí donde la política se ha vuelto realmente interesante”.

¿Por qué no lo había pensado, y me obstinaba orgullosamente en ello? Quizá porque a primera vista los kirchneristas me parecían un poco boludos, medio-loros setentistas, memoriosos y sentimentales, con sus obviedades a cuestas, su autocomplacencia de “buena gente” que provoca nauseas,  sus intelectuales moralizantes y el reparto de sus puestitos. Más sonsos cuanto más hegemónicos. 

Pero puede ser también que sintiera, del lado menos banal, que el kirchnerismo operaba una sustitución aplacadora que venía a encauzar el desborde vivido, en nombre de la tan venerada “vuelta de la política”, que en mi cabeza no podía dejar de traducirse como “vuelta de la policía”. Vuelta a la tranquilidad, la seguridad, la economía. La restitución de un “orden”, así viniera acompañada con restitución de derechos y una buena dosis de justicia, marcaba el final de la revuelta.

Luego fuimos descubriendo, poco a poco, el hecho luctuoso de que muchos habían vivido el 2001 como una verdadera tragedia, que por suerte había pasado rápido, y veían entonces al kirchnerismo como la mejor salida posible del estado de excepción y del caos en el que tristemente nos habían sumido… los malos gobernantes. Y poco a poco se fue extinguiendo también la evocación de aquella potencialidad que creímos percibir esos días, para dar paso al escepticismo y la abulia, y acabar por hacernos dudar de su propia existencia, de nuestra propia existencia de esos días. El 2001 nunca existió. 

De allí surgía una pregunta: ¿qué pasaba para que un mismo hecho pudiera ser vivido de maneras tan radicalmente opuestas, cómo algunos podían ver una modificación tan abrupta (pongamos, entre 2001 y 2003), donde otros percibían una feliz continuidad (o una simple traducción). ¿Qué pasaba? No pasaba nada. Solo que se percibe distinto.

¿Por qué hoy la cosa kirchnerista me parece más interesante? El auténtico “romance” que se vive entre el gobierno y gran parte de la sociedad, incluyendo por primera vez a nuestros “cercanos”, parientes próximos, amigos, etc., me sigue pareciendo una confusión de nivel, mentira y vileza. Babearse con un gobierno es una falta completa de dignidad, un gusto pestilente, un verdadero instinto de rebaño. Pero el dato que quisiera señalar es que por primera vez la eficacia gestionaria de un gobierno puede desnudar, o despejar una cuestión ética-política de fondo, que nos puede llevar a pensar en un paisaje más amplio que el de la política (como simple gestión material y simbólica de objetos y sujetos). Allí reside el interés del pensamiento. En tanto se piensa sin creer, ¡gran hallazgo! 

¿Qué intento decir con estas palabras bastante torpes, confusas, prestadas? En primer lugar, y para tratar de ser más claro, o menos oscuro, pienso que la situación abierta a partir de la consolidación del gobierno como gestor eficaz (momentáneo, suponemos, pero sorprendentemente consolidado) de conflictos, fuerzas y signos sociales, nos permite (o más bien nos facilitaría) pensar por un momento un temita: “qué corno estamos haciendo con nuestras vidas”. Y por un rato, aunque cueste tanto, quizá nos permita (o nos habilite) a abandonar el papel de simple “coro” que festeja o abuchea, que se alegra o se entristece ante cada gesto que viene desde “arriba” o bien desde el aparador donde se apoya la tele, la radio o la compu.

Por eso la propuesta del compañero Maccia me parece certera cuando dice, al menos eso parece: “dejemos de lado” por un momento la politiquería de las elecciones, del republicanismo y los pruritos democráticos, que quede expresada por fin la actual correlación de fuerzas, más bien que quede fijada, cristalizada, suspendamos la función circense por un momento. Y entonces, ¡terror! Sucede que muchos blogueros-insultadores profesionales, que gustan de hacerse los vivos con sus “comentarios”, se espantan apenas se les sugiere una cosa tan simple como unos pocos años de monarquía. La audacia de estos va a la zaga de su tibieza.
¡Y sí, suspendamos las elecciones de 2015! ¡Que la propuesta la haga suya el mayor número, la buena gente, todos y todas! Y una vez asegurado el reinado, y fuera de competencia cualquier rival, no habrá que medirse ya con Macri, Scioli o quien sea de la mala gente, sino con el propio modelo, en tanto la universalidad estará garantizada.  Y entonces se podrá hacer una evaluación más profunda de qué significa “nuestro modelo”. La política se vería entonces re(vitalizada).
Es que por el lado de la vida -¿pero hay vida sin política?- existe solo una verdadera elección. Como decía el filósofo, se trata de abandonar aquellas elecciones que solo podemos hacer a condición de decir que “no tenemos elección”. Repasemos y veremos con cierto espanto que muchas-casi todas nuestras elecciones se hacen diciendo que “no nos queda otra”, que “la otra opción es peor”. Pero no es que no elijamos por eso, sino que elegimos no elegir, por tanto elegimos. La única verdadera elección es elegir elegir. Pero eso se elige de una vez y para siempre, no cada cuatro años y con cara de “yo no fui”.